04 julio 2006

Los súper-supercatadores

No; no es el título de ninguna película de Bud Spencer y Terence Hill, ni de la inminente nueva atrocidad de Pajares y Esteso. Lean, lean y se entenderá todo mejor.

Si el mundo del vino en general ya se toma demasiado en serio a sí mismo y gasta mucha prosopopeya en casi todo lo que le rodea, el de la cata del vino ya es el desiderátum. Mi padre me cuenta anécdotas muy jugosas de sus experiencias en catas profesionales que darían para escribir un libro muy ameno (ahí dejo la idea por si alguien se anima a llevarla a cabo).

La ciencia hace tiempo que tiene localizados e identificados los receptores del cuerpo humano para percibir los estímulos externos que nos llegan a través de nuestros cinco sentidos, y ya va entendiendo cómo el cerebro los codifica (o decodifica, según nos creamos el ombligo de la creación o no; ya sabéis, esas pajas mentales antropocéntricas de si un árbol que cae en un bosque hace ruido o no, si no hay allí un maromo para escucharlo), para que las vivamos como sensaciones placenteras, displicentes o neutras. Y lo más curioso es que (como en otros muchos ámbitos de la vida) hay gente con una capacidad innata superior a la media: todos conocemos casos de gente con un oído muy fino y delicado, y otros que necesitan escuchar a Metallica envueltos en una tormenta de decibelios (por cierto, una curiosidad: el belio es la unidad con que se mide la sensación fisiológica que nos producen los sonidos que percibimos); o personas con una vista privilegiada y otros que no ven tres en un burro. Pues el del gusto no iba a ser menos y la ciencia ya tiene etiquetados como “supercatadores” a las personas que tienen este sentido más desarrollado que sus congéneres y gozan de una especial facilidad para apreciar y distinguir los sabores.

Los distintos tipos de papilas gustativas con que contamos reconocen exclusivamente cada tipo de sabor (hasta hace bien poco eran cuatro: dulce, salado, amargo y ácido; pero los japoneses se han sacado uno nuevo de la manga del kimono, el umami, íntimamente relacionado con el glutamato, muy presente en su cocina, fuertemente condimentada y en la que no faltan algas y otras guarradas). Estas papilas están repartidas desigualmente por la mayor parte de la superficie de nuestra lengua, en zonas bien diferenciadas unas de las otras. Es decir, cada zona está dotada para percibir un solo tipo de sabor; y es por esto que los catadores se “enjuagan” la boca con el vino para que éste bañe toda la cavidad bucal, logrando así que cada colonia de papilas reciba su dosis generosa de licor, asegurándose de que todas hagan su trabajo para obtener un juicio equilibrado de lo catado.

Como ya comentamos en el blog nodriza sobre la elite de los superdotados (los súper-superdotados); en esto de los supercatadores también existen los “súper-supercatadores”. Personajes casi de leyenda a los que se les rinde veneración y que (como en otos campos de esta vida tan competitiva) entre ellos también tienen sus rivalidades y piques, sus irresolubles polémicas seculares, sus divos intocables con sus respectivos archienemigos envidiosos y sus maledicencias sobre famas inmerecidas ganadas de forma injusta. Vendrían a ser como estrellas del rock en lo suyo, con la única diferencia de que unos lo son por lo que sale de su boca (gorgoritos y alaridos) y los otros por lo que entra en ella (lingotazos de los mejores vinos del mundo). Ya me estoy imaginando esas groupies de súper-supercatadores, con sus ojos vidriosos y narices rojas, colándose en los recintos de las catas por la puerta de atrás para intentar acercarse a sus ídolos del sabor y ofrecerles favores sexuales a cambio de aplacar sus terribles adicciones al Vega Sicilia o al Protos.

A mi padre sólo le faltaba tocar la flauta como David carradine en Kill Bill 2, cuando en un fuego de campamento Bill le cuenta a “La Novia” (Uma Thurman) la mítica historia del encuentro de Pai Mai con los monjes Shaolin, cuando nos contaba a Elöy y a mí legendarias historias de súper-supercatadores que eran llamados desde bodegas de todos los confines del mundo para desentrañar inescrutables misterios organolépticos, armados únicamente con sus prodigiosas lenguas afiladas, repletas de hipersensibles superpapilas gustativas. (Si dispusiera del tiempo necesario transcribiría yo mismo todas esas historias en un libro, porque insisto que merecen la pena ser conocidas. Son casi tan mágicas y entrañables como las leyendas artúricas o los libros de caballería). Pero por desgracia es bien sabido que en estos tiempos que corren los avances técnicos van desplazando de forma inmisericorde a los artesanos, y ya no hace falta llamar a un viejo sabio Pai Mai borrachín para que descubra con sus portentosas dotes que el ligero regusto a cuero y óxido de parte de tu cosecha se debe a que a algún operario se le calló un manojo de llaves en la cuba; drenando después el recipiente maldito para descubrir en el fondo de la misma, ante los testigos boquiabiertos, que efectivamente fue eso lo que pasó. Éstos probablemente (y aquí ya especulo yo, porque me encanta) se volverían perplejos para agradecerle con admiración al súper-supercatador la resolución del enigma que les llevaba de cabeza, descubriendo que éste ya se había esfumado en medio de una misteriosa bruma, con la satisfacción en su pecho del deber cumplido.

Pues bien, todas estas pamplinas ya no son necesarias hoy en día porque basta con llevar una minúscula muestra a cualquier laboratorio, donde en un par de horas te dicen que en esa cuba hay tantos gramos de tal metal, con una presencia x de piel curtida de origen animal (el puto llavero de cuero), y de propina te detallan que se han meado y cagado doce ratas calvas de las que habitan en la cava, y que ha escupido 16 veces en el depósito ese empleado resentido que todos padecemos. Así están las cosas: se acabaron la magia, la épica y el misterio; ahora todo es mesurable y cuantificable con márgenes de error despreciables.

Como me enrollo como una persiana y esto se está haciendo muy largo, en próximas entregas hablaremos de cómo se desarrolla el ritual de la cata; que es todo un arte que cuenta con una normativa muy estricta y unas curiosísimas restricciones.

Ahora que me manejo mínimamente con esto de “colgar” fotos en el blog, a continuación os dejo un lamentable documento que ejemplifica muy gráficamente todo lo que no hay que hacer en una cata de vino en condiciones. En la imagen se puede apreciar a dos “infra-infracatadores” en acción (Elöy -a la izquierda- y un servidor), alabando con esa vehemencia que nos caracteriza las bondades del vino, y fue captada durante una de nuestras improvisadas catas extraoficiales en Melrose Place, algún día que Don Ginés no pudo atender nuestras ansias de aprender sobre el néctar de los dioses y decidimos mitigarlas con una vulgar cogorza. Eso sí, con buen vino… que algo se nos va quedando.